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Mientras los ilusionistas huyen de nigromantes y pitonisas, los científicos se acercan a la magia. Por ejemplo, la neuróloga Susana Martínez-Conde. Trabaja en Arizona, y en el libro Los engaños de la mente, de la que es coautora, lo explica: “Inventamos gran parte de lo que vemos para los huecos de las escenas vividas que el cerebro no puede procesar”. Martínez-Conde cita una recomendación de Arturo de Ascanio (1929-1997), padre de la cartomagia española: demorar el tiempo entre la realización del truco y la presentación del efecto para que el público tenga más dificultad para establecer una relación causal. Los magos no engañan al ojo, engañan al cerebro. La técnica de los trucos evoluciona con el tiempo para hacerlos cada vez más inverosímiles. Por ejemplo, la ilusión de la mujer aserrada que presentaba en 1921 P. T. Selbit (1881-1938) fue desarrollada por Horace Goldin (1873-1939), quien retiró la caja que ocultaba el cuerpo de la asistente y añadió más espectáculo usando una sierra circular. Muchas veces es difícil establecer quién inventó qué, y algunos magos, como Goldin, se cansaron de acudir a los tribunales reclamando la propiedad intelectual de sus trucos. Patentar uno exige documentarlo.
La historia de los trucos también es la historia del espionaje y del robo. Harry Kellar (1849-1922) tenía un magnífico número de mujer levitando, pero algunos textos explican que lo consiguió sobornando a un ayudante de John Nevil Maskelyne (1839-1917), que lo tenía en su repertorio. Le suministró dibujos sobre el cableado necesario para recrear el efecto. Pero Kellar probó su propia medicina: Carter el Grande (1874-1936) fichó a dos ayudantes suyos que le llevaron una copia del secreto de la levitación.
La aparición del cine y los efectos especiales hizo que el público reclamara a los magos prodigios de más envergadura. Algo que tenía sus peligros. El Gran Lafayette (1871-1911) presentaba un monumental espectáculo en Edimburgo cuando una lámpara provocó un incendio. Fallecieron 10 miembros de la compañía. Entre los cadáveres se identificó por la vestimenta a Lafayette, pero dos días más tarde, en las tareas de desescombro, apareció otro cuerpo vestido igual. Algunos detalles permitieron certificar que este era el cadáver del mago y que el primero correspondía a un doble de Lafayette, imprescindible para determinadas ilusiones. El norteamericanoChung Ling Soo (1861-1918) murió en Londres al fallar el truco de La bala atrapada. El propio Houdini, que había descrito la muerte de tragasables, falleció en un accidente laboral. Tras un espectáculo en Montreal, unos jóvenes le retaron a recibir una serie de puñetazos en el abdomen para demostrar su legendaria fuerza. Houdini aceptó, pero el primer puñetazo llegó sin que él estuviera preparado. Pese a los dolores y la fiebre, siguió con sus actuaciones unos pocos días, hasta que un desmayo aconsejó llevarlo al hospital. Falleció de peritonitis.
La historia de la magia alberga muchos nombres. Gema Navarro, con la colaboración de Juan Tamariz, está en la tarea de publicar la historia de las magas, a las que se ha prestado muy poca atención. También son muchos los géneros. Desde el mentalismo a los grandes aparatos. Y… la magia de cerca, en la que parecen violarse las leyes del universo en una simple mesilla donde las manos (27 huesos y 19 músculos cada una) crean asombrosas ilusiones. Pero eso pide mucho trabajo. Lean las tareas que exige un breve movimiento de cartas descrito en el libro El placer de la magia, de Miguel Gómez, quien realiza juegos increíbles con los naipes: “Al levantar el paquete, comienza a girar la mano palma hacia arriba. Este es el momento en que las cartas empalmadas pueden quedar expuestas. Para evitarlo, estira por completo el dedo índice, apoya su falangeta contra la esquina exterior izquierda del paquete y cierra la horca del pulgar apoyando este dedo contra el costado del nudillo del índice”. En definitiva: el abracadabra hay que sudarlo.
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